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Manuel Dorrego

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Mariano Moreno nació en Buenos Aires el 23 de septiembre de 1778. Su padre, Manuel Moreno y Argumosa, nacido en Santander, era funcionario de la Tesorería de las Cajas Reales. Su madre, Ana María Valle, era una de las pocas mujeres en Buenos Aires que sabía leer y escribir, y Moreno aprendió con ella sus primeras letras. El de los Moreno era un típico hogar de funcionario de mediana jerarquía, con casa propia y varios esclavos, en los Altos de San Telmo, a prudente distancia del aristocrático barrio del Fuerte. Su aprendizaje posterior estuvo limitado por las escasas posibilidades económicas de su familia: la escuela del Rey y el Colegio de San Carlos, que solo lo admitió como oyente. Fray Cayetano Rodríguez, uno de los maestros de Moreno, le abrió la biblioteca de su convento. Su aspiración a seguir estudios en la Universidad de Chuquisaca se vio postergada hasta que su padre pudo reunir el dinero necesario. Finalmente, en noviembre de 1799, Moreno emprendió la travesía hacia el Norte. Dos meses y medio de viaje, incluyendo quince días de enfermedad en Tucumán, fueron el prólogo de la nueva etapa de su vida.

Moreno tenía veintiún años cuando llegó a Chuquisaca. Allí trabó una profunda amistad con Matías Terrazas, hombre de gran cultura que le facilitó el acceso a su biblioteca y lo incluyó en su círculo de amigos y discípulos.

Respetando la voluntad de su padre, en 1800 siguió los cursos de teología en la universidad de Chuquisaca. Un año después se doctoró e inició los cursos de derecho.

De todos los autores que frecuentó en la biblioteca de Terrazas, Juan de Solórzano y Pereyra y Victorián de Villaba, le dejaron la más profunda huella. Solórzano reclamaba, en su Política Indiana, la igualdad de derechos para los criollos. Villaba, en su Discurso sobre la mita de Potosí, denunciaba la brutal esclavitud a que se sometía a los indios en las explotaciones mineras: “En los países de minas no se ve sino la opulencia de unos pocos con la miseria de infinitos”..

También fue en aquella biblioteca donde Moreno tomó contacto por primera vez con los grandes pensadores del “siglo de las luces”. Quedó particularmente impresionado por Rousseau y su estilo directo y contundente: “El hombre ha nacido libre, pero en todas partes se halla encadenado”, decía el autor de El contrato social.

En 1802, Moreno visitó Potosí y quedó profundamente conmovido por el grado de explotación y miseria al que eran sometidos los indígenas en las minas. De regreso a Chuquisaca, escribió su Disertación jurídica sobre el servicio personal de los indios, donde decía entre otras cosas: “Desde el descubrimiento empezó la malicia a perseguir unos hombres que no tuvieron otro delito que haber nacido en unas tierras que la naturaleza enriqueció con opulencia y que prefieren dejar sus pueblos que sujetarse a las opresiones y servicios de sus amos, jueces y curas”.

En 1804, Moreno se enamoró de una joven de Charcas, María Guadalupe Cuenca, quien estaba destinada por su madre a ser monja, pero el amor por Moreno aumentó sus argumentos para negarse a la reclusión del convento. Se casaron a poco de conocerse y un año después, nació Marianito.

La situación de los Moreno en Chuquisaca se estaba tornando complicada. Entre 1803 y 1804, Moreno había hecho su práctica jurídica en el estudio de Agustín Gascón, asumiendo la defensa de varios aborígenes contra los abusos de sus patrones. En sus alegatos inculpó al intendente de Cochabamba y al alcalde de Chayanta. Las presiones aumentaron y Moreno decidió regresar a Buenos Aires con su familia.

A poco de llegar, a mediados de 1805, comenzó a ejercer su profesión de abogado y fue nombrado Relator de la Audiencia y asesor del Cabildo de Buenos Aires.

Durante las invasiones inglesas escribió una memoria con los acontecimientos más destacables. “Yo he visto llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba; y yo mismo he llorado más que otro alguno, cuando a las tres de la tarde del 27 de junio de 1806, vi entrar a 1.560 hombres ingleses, que apoderados de mi patria se alojaron en el fuerte y demás cuarteles de la ciudad.”

Tras las invasiones inglesas, los grupos económicos de Buenos Aires se fueron dividiendo en dos facciones bien marcadas y enfrentadas: los comerciantes monopolistas y los ganaderos exportadores. Los comerciantes españoles querían mantener el privilegio de ser los únicos autorizados para introducir y vender los productos extranjeros que llegaban desde España. Estos productos eran carísimos porque España a su vez se los compraba a otros países, como Francia e Inglaterra, para después revenderlos en América. En cambio, los ganaderos querían comerciar directa y libremente con Inglaterra y otros países que eran los más importantes clientes y proveedores de esta región. España se había transformado en una cara, ineficiente e innecesaria intermediaria.

Tras el interinato del Virrey Liniers, ocupó el cargo en 1809 don Baltasar Hidalgo de Cisneros. La situación del virreinato era complicada. El comercio estaba paralizado por la guerra entre España y Napoleón, que provocaba una enorme disminución de las rentas aduaneras de Buenos Aires, principal fuente de recursos.

Ante la desesperante escasez de recursos, el nuevo virrey tomó una medida extrema, aun contra la oposición del consulado: aprobó un reglamento provisorio de libre comercio que ponía fin a siglos de monopolio español y autorizaba el comercio con los ingleses. Los comerciantes monopolistas españoles se opusieron y lograron que el apoderado del Consulado de Cádiz, Fernández de Agüero, enviara una nota de protesta al virrey, en la que alertaba sobre los peligros “económicos y religiosos” que implicaba el comercio directo con los ingleses. Moreno escribió entonces su célebre Representación de los hacendados. Allí defiende la libertad de comercio: “Nada es hoy tan provechoso para la España como afirmar por todos los vínculos posibles la estrecha unión y alianza con la Inglaterra. Esta nación generosa que, conteniendo de un golpe el furor de la guerra, franqueó a nuestra metrópoli auxilios y socorros, es acreedora por los títulos más fuertes a que no se separe de nuestras especulaciones el bien de sus vasallos (…) Acreditamos ser mejores españoles cuando nos complacemos de contribuir por relaciones mercantiles a la estrecha unión de una nación generosa y opulenta, cuyos socorros son absolutamente necesarios para la independencia de España”.

Un memorándum del Foreign Office de 1809 decía: “Sea que sigan dependiendo de España o que formen gobiernos independientes, lo cierto es que los sudamericanos, en este momento, abren sus brazos a Inglaterra: es indiferente en qué forma buscan nuestra ayuda, siempre que el incremento de los negocios y el nuevo mercado que nos ofrecen para la venta de nuestras manufacturas compense nuestra protección”.

La redacción de este documento acercó a Moreno a los sectores revolucionarios, que venían formándose desde las invasiones inglesas, y de los que se había mantenido a una prudente distancia. Tal vez por eso lo haya sorprendido el nombramiento como secretario de la Primera Junta de Gobierno, según cuenta su hermano Manuel.

Moreno no fue protagonista de la Semana de Mayo. No se lo escuchó como a Castelli en el famoso Cabildo del 22, ni anduvo por la plaza con los chisperos de French y Beruti. Su protagonismo comenzó el 25 de mayo de 1810, al asumir las Secretarías de Guerra y Gobierno de la Primera Junta. Desde allí desplegará toda su actividad revolucionaria. Bajo su impulso, la Junta produjo la apertura de varios puertos al comercio exterior, redujo los derechos de exportación y redactó un reglamento de comercio, medidas con las que pretendió mejorar la situación económica y la recaudación fiscal. Creó la biblioteca pública y el órgano oficial del gobierno revolucionario, La Gazeta, dirigida por el propio Moreno, que decía en uno de sus primeros números: “El pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren bien; él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal. Seremos respetables a las naciones extranjeras, no por riquezas, que excitarán su codicia; no por el número de tropas, que en muchos años no podrán igualar las de Europa; lo seremos solamente cuando renazcan en nosotros las virtudes de un pueblo sobrio y laborioso”.

Por una circular del 27 de mayo de 1810, la Junta invitaba a las provincias interiores a enviar diputados para integrarse a un Congreso General Constituyente. En Buenos Aires, el ex virrey Cisneros y los miembros de la Audiencia trataron de huir a Montevideo y unirse a Elío (que no acataba la autoridad de Buenos Aires y logrará ser nombrado virrey), pero fueron arrestados y enviados a España en un buque inglés.

En Córdoba se produjo un levantamiento contrarrevolucionario de ex funcionarios españoles desocupados, encabezado por Santiago de Liniers. El movimiento fue rápidamente derrotado por las fuerzas patriotas al mando de Francisco Ortiz de Ocampo. Liniers y sus compañeros fueron detenidos. La Junta de Buenos Aires ordenó que fueran fusilados, pero Ocampo se negó a cumplir la orden por haber sido compañero de Liniers durante las invasiones inglesas. Moreno se indignó: “¿Con qué confianza encargaremos grandes obras a hombres que se asustan de una ejecución?” Encargó entonces la tarea a Juan José Castelli, quien cumplió con la sentencia, fusilando a Liniers y sus cómplices el 26 de agosto de 1810.

En julio de 1810, la Junta había encargado a Moreno la redacción de un Plan de Operaciones, destinado a unificar los propósitos y estrategias de la revolución. Moreno presentó el plan a la Junta en agosto, y le aclaró a su auditorio que no debía “escandalizarse por el sentido de mis voces, de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa. Para conseguir el ideal revolucionario hace falta recurrir a medios muy radicales”.

En el Plan de Operaciones, Moreno propuso promover una insurrección en la Banda Oriental y el Sur del Brasil, seguir fingiendo lealtad a Fernando VII para ganar tiempo, y garantizar la neutralidad o el apoyo de Inglaterra y Portugal, expropiar las riquezas de los españoles y destinar esos fondos a crear ingenios y fábricas, y fortalecer la navegación. Recomendaba seguir “la conducta más cruel y sanguinaria con los enemigos” para lograr el objetivo final: la independencia absoluta.

A poco de asumir el nuevo gobierno, se habían evidenciado las diferencias entre el presidente, Saavedra, y el secretario Moreno.

Moreno encarnaba el ideario de los sectores que propiciaban algo más que un cambio administrativo. Se proponían cambios económicos y sociales más profundos. Pensaba que la revolución debía controlarse desde Buenos Aires, porque el interior seguía en manos de los sectores más conservadores vinculados al poder anterior.

“El gobierno antiguo nos había condenado a vegetar en la oscuridad y abatimiento, pero como la naturaleza nos ha criado para grandes cosas, hemos empezado a obrarlas, limpiando el terreno de tanto mandón ignorante.”

Saavedra, en cambio, representaba a los sectores conservadores a favor del mantenimiento de la situación social anterior.

Un episodio complicó aun más la relación entre ambos. El 5 de diciembre de 1810, hubo una fiesta en el Regimiento de Patricios, para celebrar la victoria de Suipacha. Uno de los asistentes, el capitán de Húsares Atanasio Duarte, que había tomado algunas copas de más, propuso un brindis “por el primer rey y emperador de América, Don Cornelio Saavedra” y le ofreció a doña Saturnina, la esposa de éste último, una corona de azúcar que adornaba una torta.

Al enterarse del episodio, el secretario Moreno decretó el inmediato destierro de Atanasio Duarte, diciendo que “…un habitante de Buenos Aires ni ebrio ni dormido debe tener expresiones contra la libertad de su país”; prohibió todo brindis o aclamación pública a favor de cualquier funcionario y suprimió todos los honores especiales de que gozaba el Presidente de la Junta. La pelea entre Moreno y Saavedra estaba desatada.

Moreno, preocupado por los sentimientos conservadores que predominaban en el interior, entendió que la influencia de los diputados que comenzaban a llegar sería negativa para el desarrollo de la revolución. A partir de una maniobra de Saavedra, estos diputados se fueron incorporando al Ejecutivo, y no al prometido Congreso Constituyente. Moreno se opuso y pidió que se respetara la disposición del 27. Pero estaba en minoría y solo recibió el apoyo de Paso.

Cornelio Saavedra, moderado y conciliador con las ex autoridades coloniales, había logrado imponerse sobre Mariano Moreno. Para desembarazarse de él lo envió a Europa con una misión relacionada con la compra de armamento. Moreno aceptó, quizás con la intención de dar tiempo a sus partidarios para revertir la situación, y quizás también para salvar su vida. Saavedra dio su versión de los hechos en una carta dirigida a Chiclana el 15 de enero de 1811: “Me llamó aparte y me pidió por favor se le mandase de diputado a Londres: se lo ofrecí bajo mi palabra; le conseguí todo: se le han asignado 8.000 pesos al año mientras está allí, se le han dado 20.000 pesos para gastos; se le ha concedido llevar a su hermano y a Guido, tan buenos como él, con dos años adelantados de sueldos y 500 pesos de sobresueldo, en fin, cuanto me ha pedido tanto le he servido”.

La fragata inglesa Fama soltó amarras el 24 de enero de 1811. A poco de partir Moreno, que nunca había gozado de buena salud, se sintió enfermo y le comentó a sus acompañantes: “Algo funesto se anuncia en mi viaje…”. Las presunciones de Moreno no eran infundadas. Resulta altamente sospechoso que el gobierno porteño hubiera firmado contrato con un tal Mr. Curtis el 9 de febrero, es decir, quince días después de la partida del ex secretario de la Junta de Mayo, adjudicándole una misión idéntica a la de Moreno para el equipamiento del incipiente ejército nacional. El artículo 11 de este documento aclara “que si el señor doctor don Mariano Moreno hubiere fallecido, o por algún accidente imprevisto no se hallare en Inglaterra, deberá entenderse Mr. Curtis con don Aniceto Padilla en los mismos términos que lo habría hecho el doctor Moreno”.

Al poco tiempo de partir Moreno hacia su destino londinense, Guadalupe, que había recibido en una encomienda anónima un abanico de luto, un velo y un par de guantes negros, comenzó a escribirle decenas de cartas a su esposo. En una de ellas le decía: “Moreno, si no te perjudicas, procura venirte lo más pronto que puedas o hacerme llevar porque sin vos no puedo vivir. No tengo gusto para nada de considerar que estés enfermo o triste sin tener tu mujer y tu hijo que te consuelen; ¿o quizás ya habrás encontrado alguna inglesa que ocupe mi lugar? No hagas eso Moreno, cuando te tiente alguna inglesa acuérdate que tienes una mujer fiel a quien ofendes después de Dios”. La carta estaba fechada el 14 de marzo de 1811, y como las otras, nunca llegó a destino. Mariano Moreno había muerto hacía diez días, tras ingerir una sospechosa medicina suministrada por el capitán del barco. Su cuerpo fue arrojado al mar envuelto en una bandera inglesa. Guadalupe le siguió escribiendo sus fogosas cartas. Se enteró de la trágica noticia varios meses después, cuando Saavedra lanzó su célebre frase: “Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego”. Los boticarios de la época solían describir los síntomas producidos por la ingesta de arsénico como a un fuego que quema las entrañas.

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